miércoles, 3 de enero de 2018

Cristo Jesús es nuestra esperanza (1 Tim 1,1). Vino a mostrarnos el Amor del Padre, venciendo a la muerte. Venció a las tinieblas, a la mentira, al odio. Venció al miedo. Triunfó del pecado. Y ahora, “está en presencia de Dios, a favor nuestro” (Heb 9,24). De la fe firme en él brota una esperanza inquebrantable, incapaz de desenga­ñarnos. Con la victoria de Jesús, se nos abre “un consuelo eterno y una esperanza feliz” (2 Tes 2,16-17).



Jesucristo, el Hijo de Dios, es, por nacimiento, el heredero de las ri­quezas del Padre. A él “Dios le constituyó heredero de todas las cosas” (Heb 1,2). Pero antes pasó por el dolor de la muerte, para romper las cadenas de esclavitud que impedían el cumplimiento de las antiguas promesas de Dios a los hombres. Nos hizo hermanos suyos, y por con­siguiente, herederos juntamente con él.
Dios envió a su Hijo...
para que libertara de la ley
a todos los que estaban sometidos.
Así llegamos a ser hijos adoptivos de Dios...
Por lo tanto, ya no eres un esclavo, sino un hijo,
y por eso recibirás la herencia por la gracia de Dios.
(Gál 4,4-7)
Al morir para pagar por nuestros pecados...
consiguió que los elegidos de Dios
recibieran la herencia eterna prometida.
(Heb 9,15)
Los que se unen a Cristo por la fe (Rom 4,13-14) se sienten seguros en Dios, pues han recibido el Espíritu que los hace hijos legítimos de Dios (Rom 8,15-16).
Si somos hijos, somos también herederos.
Nuestra será la herencia de Dios,
y la compartiremos con Cristo;
pues si ahora sufrimos con él,
con él recibiremos la gloria.
(Rom 8,17)
Si pertenecemos a Cristo, somos “los herederos, en los que se cum­plen las promesas de Dios” (Gál 3,29).
Creyendo en Jesús,
quedamos sellados con el Espíritu Santo prometido,
el cual es la garantía de nuestra herencia

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